A Kevin Solís le llamó la atención la muchacha carirredonda que llegó al avión discutiendo con una funcionaria. Iba molesta. Subió y la vio pasar apresuradamente por el pasillo rumbo al baño. De regresó ya venía con una gran sonrisa repartiendo abrazos. Se fijó en él y preguntó:
–Vos sos Kevin, ¿verdad? – y le dio un abrazo fuerte.
La escena sería intrascendente si fuese una más de las miles que ocurren todos los días en los aviones. Gente que se conoce, conocidos que se reencuentran o encuentros intrascendentes. Pero, este era un vuelo especial, y aquel saludo sería el origen de una historia de amor nacida del dolor.
Era el 9 de febrero de 2023 y el avión, un Boeing 767 rentando por el gobierno de Estados Unidos para trasladar a 222 presos políticos que el dictador nicaragüense Daniel Ortega decidió expulsar del país.
Kevin Solís era un joven universitario y tenía 20 años el 6 de febrero de 2020 cuando lo apresaron por segunda vez. Fue uno de los miles de estudiantes que participaron en las protestas contra el régimen de Daniel Ortega en 2018.
El 14 de julio de ese año sobrevivió a un despiadado ataque paramilitar con armas de guerra contra un grupo de estudiantes que se refugió en la iglesia Divina Misericordia, vecina de la universidad en la que protestaban. Dos estudiantes, Geral Vásquez y Francisco Flores, murieron baleados por los paramilitares que durante 18 horas asediaron el templo donde se refugiaron los estudiantes.
El 20 de septiembre del 2018, lo capturaron por primera vez y lo llevaron a las mazmorras del antiguo Chipote, famoso centro de tortura desde los tiempos del dictador Anastasio Somoza García. Tenía 18 años. El 4 de abril del 2019 fue excarcelado junto a otros presos políticos bajo el “régimen de convivencia familiar”.
Ya para ese tiempo el régimen de Ortega había tomado control “manu militari” de las calles y cualquier protesta era reprimida violentamente. Kevin Solís retomó sus estudios en la Universidad Centroamericana (UCA) y junto a un grupo pequeño hacía protestas exprés. Salían a la calle con una pancarta a gritar consignas por unos minutos y se refugiaban pronto en la universidad.
Tenía apenas tres días desde su regreso a la universidad, cuando un grupo paramilitar lo capturó al salir del edificio, el 6 de febrero de 2020. Solís cree que la intención era “desaparecerlo” por la conversación que escuchó en la radio de los secuestradores, pero la pronta denuncia pública de su captura evitó que lo llevaran a “usted ya sabe dónde”.
–Entonces, ¿lo llevamos a “usted ya sabe dónde”?
–No, llevalo a la DAJ (Dirección de Auxilio Judicial) porque ya lo están llorando al maricón –escuchó Solís que respondió por la radio una voz que parecía ser la de un superior.
La DAJ es un complejo de celdas inaugurado en febrero de 2019 y usado inicialmente para recluir a los presos políticos. Se le conoce como “El Nuevo Chipote” porque reemplazó a las viejas mazmorras del viejo Chipote.
“Estaban amenazándome con llevarme a otro lugar que sólo lo llamaban ´usted ya sabe dónde´. Nunca dijeron cuál era y me llevaron al Chipote. Me desnudaron y me tuvieron como una hora ahí, de pie, desnudo, mientras hacían una sesión de fotos”, relata Solís.
En los interrogatorios, dice, los policías le dieron a escoger el delito por el cual lo condenarían, entre portación ilegal de armas, robo o agresión. “Yo les dije que no había cometido ninguno de esos delitos, pero que en todo caso robo no, porque ladrón no soy”, relata. Lo condenaron por robo y agresión.
Una vez condenado lo trasladaron al pabellón de máxima seguridad de la Cárcel Modelo, conocido como Galería 300, en las peores celdas que los reos han bautizado como “El Infiernillo”.
“A mis 20 años yo no entendía por qué me estaban tratando así. Si me acusaban por robo y agresión, me mandan a la (cárcel) Modelo con todos los presos comunes, pero no, me mandan a una galería donde tenían a narcotraficantes y al famoso ‘Furia y Toro’ (asesino serial)”, dice.
“Desde que llegué, me dijeron: ´Vas a pasar los peores días de tu vida´. Y Roberto Guevara, el director de máxima seguridad, me dijo: ´De aquí vas a salir quebrado y, con estas palabras, hasta podés salir cochoncito (homosexual)´”, añade.
“Me torturaron física y psicológicamente. Me arrancaron uñas, me quebraron costillas y me dañaron la retina de los ojos. Con golpes de puño, patadas y ´amansa bolos´ (tonfas o cachiporras). Tal vez porque llegué con una actitud muy fuerte, rebelde. ¡Me estaban metiendo preso y acusando de algo que yo no cometí!”, señala.
Si en la primera ocasión pasó196 días en prisión, esta vez pasaría tres años y tres días en las peores condiciones: aislado y sometido a torturas constantes. Tenía 20 años y ya había estado en las cuatro peores cárceles de Nicaragua: El Viejo Chipote, El Nuevo Chipote, la Cárcel Modelo y La 300.
Samantha Jirón, estudiante y activista opositora, no conocía a Kevin Solís, pero sabía de él. “Aunque uno no lo conociera, Kevin te dolía. A todos nos dolía Kevin. Kevin es de los casos más graves de tortura en Nicaragua, del 2018 hasta la fecha. Es imposible no tener empatía, no sentir dolor por todas las injusticias que se cometieron con él”, dice.
Jirón tiene su propia historia. Estudiante de Periodismo, participó en las protestas de 2018. Ese mismo año se va para Costa Rica, huyendo de la represión que desató Ortega. Regresó al país en 2020, después de la amnistía que decretó el dictador.
“Seguí haciendo activismo y estudiando, pero vivía en zozobra”, relata. “La forma en que yo estaba viviendo se definía por lo que estaba pasando en Nicaragua. Vivía en casas de seguridad, sin ver a mi familia y recibiendo clases en línea por temor a las redadas”, dice.
“No considero que yo fuera una amenaza ni que tuviera un perfil alto”, añade, pero reconoce que era una voz que denunciaba los atropellos de la dictadura y ocasionalmente publicaba artículos de opinión en los medios nicaragüenses.
Samantha Jirón fue apresada el 9 de noviembre de 2021, dos días después de las elecciones generales de ese año, cuando se reunió en un hotel con periodistas extranjeros para hablar de lo que ella llama “fraude electoral”.
“Yo no sabía que había orden de captura en mi contra. Veía paramilitares, pero no tenía esa sensación de estar en riesgo. Almorzamos y al salir del hotel detuvieron el vehículo y me bajaron a la fuerza. Eran personas de civil, en un carro rojo, sin placas, a la una de la tarde, en plena vía pública”, relata.
A sus 21 años, Samantha Jirón se convirtió en la presa política más joven de Nicaragua para ese entonces. En un juicio que duró tres meses, el régimen la condenó a ocho años de cárcel por los supuestos delitos de traición a la patria y propagación de noticias falsas.
El 9 de febrero de 2023, en una acción sorpresiva y negociada con el gobierno de Estados Unidos, la dictadura de Nicaragua vació las cárceles de gran parte de presos políticos y los envió al destierro.
Desde la noche anterior empezó un operativo secreto en los diferentes penales, para trasladar a más de 200 presos políticos al aeropuerto Augusto C. Sandino, de Managua, y montarlos en un avión Omni Air 767 que los llevaría al aeropuerto de Washington-Dulles, Estados Unidos. “El vuelo de la libertad”, lo bautizaron y en él viajaron 222 presos políticos nicaragüenses.
Samantha Jirón llegó a la pista discutiendo con la funcionaria del penal que la custodiaba. Kevin Solís la vio desde su silla y le pareció bonita. Después de ese abrazo en el avión, ya no volverían a separarse.
“Yo sabía de Kevin, sabía de su caso. Siempre estuve pendiente. Él es de los jóvenes que más tiempo ha estado preso. Su nombre era familiar para mí. Nos vimos hasta en el avión, porque lo veo y lo reconozco. Lo abrazo. Yo me alegro un montón por él. Solo me dijo: ´Muchas gracias´, porque no sabía quién era yo”, relata Samantha.
Kevin tiene su versión de ese primer encuentro: “Yo estaba sentado. Venía en shock realmente y venía llorando de molestia porque me estaban corriendo de mi país. Estaba molesto. De pronto miro a una muchacha que yo no conocía, que viene peleando con la funcionaria. La vi pasar directo al baño. Regresa y me queda viendo y me dice: Vos sos Kevin, ¿verdad? Yo: sí. Y me dio un abrazo fuerte”.
“Me cayó bien. Después de mucho tiempo sin que alguien te toque o te abrace, porque mis visitas eran a través de un vidrio por 20 minutos, ese acto de empatía, sin conocerme, realmente me hizo sentir bien”, agrega.
Luego, confiesa, no la perdió de vista. “Después estaba como observador desde las gradas viendo el escenario para para no ser tan directo y solo esperaba a qué horas se me presentaba el momento para poder acercarme sin verme intenso o acosador”.
Samantha, de 24 años ya, y Kevin, de 25, tienen un año y nueve meses de estar juntos. Viven en Madrid, España. Sienten que ya pasaron la prueba. Incluso, la relación sobrevivió a la distancia, porque estuvieron inicialmente en distintas ciudades de Estados Unidos, y a enfermedades graves del uno y la otra, en momentos diferentes.
Al principio, dicen, todos les pronostican “pocos días” para que separaran porque se les suponía atraídos por la necesidad de compañía y afecto tras un largo encierro.
“Es un proceso”, afirma Kevin, quien dice valorar “el acompañamiento con alguien que puede entender tu dolor, alguien que también lo vivió. Hemos pasado por dificultades personales. A ella la operaron de emergencia. Ahí estuvimos full, con ella acompañándola, porque no podía ni levantarse para ir al baño sola. A mí me dio parálisis. Ella me apoyó ese tiempo y me cuidó. Y eso me ayudó a sanar y que no dejará secuelas, físicas al menos”.
Juntos decidieron aceptar la nacionalidad española que España les ofreció a ser despojados de la nacionalidad nicaragüense por el régimen de Daniel Ortega, y juntos decidieron viajar a Madrid para retomar los estudios universitarios.
Y tienen planes serios. “Yo me quiero casar con esta señora”, proclama Kevin en tono festivo durante la entrevista. Samantha lo ve con una sonrisa burlona y solo dice: “Él se quiere casar”.
Tampoco tienen una opinión uniforme sobre lo que harían si en Nicaragua cae la dictadura de Daniel Ortega.
–Si Nicaragua cambia hoy, mañana estamos pidiendo el boleto. ¡Claro! ¡Sin dudarlo! –afirma Kevin.
“Yo lo veo desde otro punto de vista”, señala Samantha. “Creo que tenemos que terminar de estudiar y prepararnos, porque vamos a llegar a levantar el país que van a dejar en cenizas y destruido totalmente, y ese es uno de los mayores propósitos y la motivación que tenemos para continuar estudiando y no rendirnos”.
“Yo no me puedo perder la euforia en las calles de haber conseguido la libertad y solo verla desde aquí, en un teléfono” replica Kevin. “No digo que voy a dejar de estudiar, voy a regresarme. Pero, si el país cambiará, yo regreso. Viví el calor del dolor en Nicaragua y no voy a vivir la alegría en las calles. Cuando ganemos yo tengo que salir a las calles”.